Yo no quiero ser lánguida.
Yo no quiero ser una mujer triste.
De ésas que esperan que suene el teléfono, y recogen en su diario las quejas.
Yo quiero odiar abiertamente. Apretar las mandíbulas e impedir que se escape el bocado.
No quiero que me pongan la etiqueta de «maja», ni de «buena chica»
Cada vez que lo soy me hieren.
No soy una buena chica. Soy una mujer.
Y las mujeres odiamos.
Odiamos la injusticia, la mentira, el «quédate ahí que ya si eso te digo». Odiamos las conversaciones pendientes, y las frases a medias.
Odiamos el hacernos las tontas, aunque a veces nos lo hagamos para sobrevivir.
Intento evitarlo, lo de bautizar como «tristeza» lo que ellos denominan ira. También hay tristeza a veces, más por lo que pudo ser y no es, que por lo que perdí, que muerto queda.
He llorado tanto que tengo dos surcos de la pupila al mentón grabados a fuego.
Por eso me maquillo, para no dejar al descubierto los cauces por los que me derramé por no decir NO.
Existen dos tipos de mordisco. El de rabia y el de la pasión. En los dos, el veneno traspasa, en los dos limpio con mi lengua los restos y quedo también envenenada. Y a sollozar después a la madriguera.
Un día se seca el pozo del llanto. Como si se hubiera achicado todo el agua de una balsa dañada hasta encallar en las dunas. El agua se ha evaporado. Sin agua para las lágrimas y sin refugio para la rabia.
Y hablas. Por fin, hablas.
Así imagino el origen de la palabra. La primera palabra que resonó en el mundo, cuando ni el llanto, ni la violencia bastaron para abarcarlo todo.
Imagino que la palabra nació de un cuerpo que se abre intentando alcanzar al otro.
Y que aún así, de nada sirve. Parte de un cuerpo y flota en el aire. Aire que el otro inhala, fonemas que exhala. ¿Queda rastro?
¿Qué rastro queda de mi palabra en ti?
Por eso las cuido. Por eso cuida tú los silencios.
Porque el odio deja una cicatriz que ningún maquillaje oculta.
Y todos queremos mostrar nuestra mejor cara.