La palabra muerde

Yo no quiero ser lánguida.

Yo no quiero ser una mujer triste. 

De ésas que esperan que suene el teléfono, y recogen en su diario las quejas.

Yo quiero odiar abiertamente. Apretar las mandíbulas e impedir que se escape el bocado.

No quiero que me pongan la etiqueta de «maja», ni de «buena chica» 

Cada vez que lo soy me hieren.

No soy una buena chica. Soy una mujer.

Y las mujeres odiamos. 

Odiamos la injusticia, la mentira, el «quédate ahí que ya si eso te digo». Odiamos las conversaciones pendientes, y las frases a medias. 

Odiamos el hacernos las tontas, aunque a veces nos lo hagamos para sobrevivir.

Intento evitarlo, lo de bautizar como «tristeza» lo que ellos denominan ira. También hay tristeza a veces, más por lo que pudo ser y no es, que por lo que perdí, que muerto queda.

He llorado tanto que tengo dos surcos de la pupila al mentón grabados a fuego. 

Por eso me maquillo, para no dejar al descubierto los cauces por los que me derramé por no decir NO.

Existen dos tipos de mordisco. El de rabia y el de la pasión. En los dos, el veneno traspasa, en los dos limpio con mi lengua los restos y quedo también envenenada. Y a sollozar después a la madriguera.

Un día se seca el pozo del llanto. Como si se hubiera achicado todo el agua de una balsa dañada hasta encallar en las dunas. El agua se ha evaporado. Sin agua para las lágrimas y sin refugio para la rabia. 

Y hablas. Por fin, hablas. 

Así imagino el origen de la palabra. La primera palabra que resonó en el mundo, cuando ni el llanto, ni la violencia bastaron para abarcarlo todo. 

Imagino que la palabra nació de un cuerpo que se abre intentando alcanzar al otro.

Y que aún así, de nada sirve. Parte de un cuerpo y flota en el aire. Aire que el otro inhala, fonemas que exhala. ¿Queda rastro?

¿Qué rastro queda de mi palabra en ti? 

Por eso las cuido. Por eso cuida tú los silencios.

Porque el odio deja una cicatriz que ningún maquillaje oculta. 

Y todos queremos mostrar nuestra mejor cara. 

 

TEORÍA DE LA SINCRONICIDAD

Métodos de supervivencia en mañanas primaverales.

Carl Gustav Jung acuñó el término “sincronicidad” para referirse a las coincidencias significativas que suceden en un mismo espacio temporal. Como cuando piensas en alguien y te lo encuentras, o acabas de romper una relación y todas las canciones suenan a las canciones o, los nombres al azar en la calle coinciden con vuestros nombres. A lo mejor es que ahí, el cerebro se esfuerza en ignorar la derrota en busca de señales que nos anclen a la norma conocida.

Jung confiaba en la existencia de un inconsciente colectivo manifestado mediante símbolos, símbolos descifrados por cada individuo en forma de casualidades o causalidades. Para este psicólogo, lo mismo que para los Vedas, o los físico cuánticos el tiempo es un océano que se dobla y desdobla sobre sí mismo donde nosotros, pobres humanos, hemos de sumergirnos, bucear o ahogarnos.

Siguiendo la corriente de la que soy parte y todo, he aprendido a leer en el curso del agua lo que se supone que ya ha pasado, o sigue pasando aunque nunca sean las mismas aguas las que me cubran. Es un método que inventé hace tiempo, o que recordé si ya sabía, que traduje a mi manera.

Nado por esa corriente con los ojos bien abiertos, y la cabeza alta como una señora que evita mojarse el peinado.

Si un chispazo de voz prende a lo lejos y me deslumbra, procuro acercarme a él. Tomo a toda prisa la pala que escondo bajo las pupilas y escarbo entre mis papeles, para que no se conviertan en papel mojado. Remo y hundo el madero hasta extraer la idea que late dentro. Vierto después esos hallazgos vivos en mi cuaderno de arena, liso, azul oscuro, que  absorbe todo como una orilla. Mi hazaña no consiste en rescatar las palabras, siempre están ahí, sino en ir saltando de una a otra, de piedra en piedra hasta salir del agua. El mérito radica en mantenerse a flote.