Para contar una historia hacen falta personajes, o una voz que ejerza de narrador que a su vez, será personaje.
Para vivir una historia debes hacerte personaje, personaje que con los otros la construyan.
Harto difícil es participar de la historia y salirse de ella. Podemos recurrir a este recurso narrativo para «extrañarnos» o hacer que se extrañen, pero ¿podríamos salir de «nosotros», piezas indisolubles de la misma? El dentro y el fuera queda vetado incluso para los santos y la objetividad jamás será objetiva, por más filtros que una se esfuerce en aplicar.
Cuando abordo la creación de un personaje o incito a otros a hacerlo, debo recordar esta premisa. Me pongo en guardia y manejo la información con cuidado. No somos objetivas porque nosotras formamos parte de la realidad que percibimos y que paradojicamente, pretendemos exponer como algo ajeno.
En un mundo, el del arte, donde la gente se esfuerza tanto en desvelar su voz y en demostrar su estilo, valoro más una dosis menos de esfuerzo y una mayor de técnica. Nuestro estilo (término tan moderno que ya es demodé) surge a pesar nuestro. Somos quienes somos y más nos vale esforzarnos en ocultarlo. Pensemos en el torrente de agua al que se le colocan obstáculos. El agua, o la vida misma, hallará los vericuetos necesarios para seguir y ampliar de paso, su lecho. Seguirá manando, más impulsivo aún.
Yo quería escribir sobre la intrahistoria y he acabado escribiendo sobre el proceso creativo, asoma mi yo docente que se une a muchos otros «yo».
¿Cómo ha de ser un personaje para capturar nuestra atención y arrastrarnos en su peripecia?
Me resulta fácil estudiar a los personajes que me han atrapado, ya para siempre, durante mi vida como lectora o espectadora. Prefiero basar mi análisis, nunca objetivo- sigo recordándome- en las personas. Personaje y persona lo compartieron casi todo antes de Freud, y después, simplemente se alejaron en una separación amistosa.
Un personaje te atrapa cuando vive su historia.
Una persona te atrapa cuando vive EN la historia, a fondo, con sus lágrimas y su risa, con sus manchas de vino en la solapa.
Conozco a algunas personas que pretenden estar dentro y fuera, como un mal simulacro de narración. Todos lo hemos hecho alguna vez, es una forma de protegernos del dolor.
Esas personas, en un esforzado intento por no mojarse, quieren estar «al plato y a las tajás» (bendito refranero) a la emoción y a la razón como si en ningún caso fuera con ellos. Son lo que llamamos, personajes planos. Interesan, interesan al principio de la historia, despiertan la curiosidad y tendemos a proyectar en ellos nuestros deseos.
Quieren y no quieren, aman y no aman. Huyen de una mirada sincera igual que las cucarachas o los murciélagos. Temen la fragilidad, la suya propia.
Y dicen: -estoy aquí- y sabes que no es cierto, y repiten: confía en mí- y desconoces esa voz externa. Y juran que están vivos, y que son fuertes como espadas ardientes.
Sin embargo, somos demasiado humanos, tarde o temprano terminamos por volver a nuestro ombligo y el personaje o la persona se queda sola, tiritando, apagada por el curso de un río que pasó de todas formas. La razón, las ideas, el silencio no les salvó del ahogo.
Nosotros como personajes y personas tenemos una vida que vivir desde la fragilidad. Sí, fragilidad. Sean los espectadores, los biógrafos, las vecinas quienes fabulen después.
Frágil es el ala de una mariposa, y una hoja seca. Ambas cortaron el aire en dos como no podría una espada.
Caerán a tierra, es cierto, quebradas y transparentes, pero acaso ¿no caeremos todos?
Ala de mariposa y hoja seca han logrado lo maravilloso, volar.
Después de mi último vuelo he perdido el miedo a dos cosas: a escribir y a mi propia fragilidad.
Eso deseo para ti: una vida que te rompa.
Y para los personajes.
Sal de esta historia (si entraste alguna vez) y di a mis lectores: Exagera.
Lo sé. Es la vida.
No estoy siendo objetiva, no podría.